Condena total. Roberto Sierra, un dirigente y legislador chavista y su esposa murieron abatidos por las balas asesinas de la delincuencia.
Las muertes violentas no son cosa nueva en Venezuela. Los asesinatos se han incrementado en la era del dominio chavista, ante la impotencia del Régimen y su aparato de seguridad ocupado en las tareas de la arenga grandilocuente, la mistificación de los líderes, la presión a la oposición y la persecución sistemática y asfixiante a la prensa libre e independiente.
En 2012 -último año registrado- la tasa de homicidios fue de 53,7 por cada 100 000 habitantes. El segundo país del mundo en la estadística.
El político oficialista vilmente asesinado tenía 27 años. Muchos inocentes como él caen a diario en un mapa de sangre que, por cotidiano, no deja de ser cruel y no debe quedar en el olvido ni impune.
Las primeras reacciones políticas de Gobierno y oposición fueron de condena. Lo absurdo: endilgar el crimen a la oposición, como algunas voces irresponsables quieren ahora hacer, para desviar el debate de las verdaderas responsabilidades del Estado frente a su rol en la escalada de violencia que vive el país.
Un Gobierno que no ha podido con las tasas de asesinatos, que además usa los aparatos de seguridad para reprimir con brutalidad a los estudiantes que manifestaron su descontento ante el manejo desordenado de las finanzas y la escasez de alimentos, ante el abuso de un poder enquistado en el aparto del Partido Socialista Unido de Venezuela, que mantiene en la cárcel a uno de los más importantes líderes opositores, Leopoldo López, que desoye el clamor de la comunidad mundial. Un Régimen que despojó de su investidura a la valiente asambleísta María Corina Machado, que cerró en el último episodio de una escalada sistemática de atropellos a la libertad de prensa la señal en Venezuela de NTN24.
Pero los muertos no militan. Sus familias y amigos los sienten y lloran. Es ruin usar sus cadáveres como banderas.