15 vidas durante 15 años junto al Tungurahua

El volcán Tungurahua se reactivó el 17 de octubre de 1999. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO

El volcán Tungurahua se reactivó el 17 de octubre de 1999. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO

El volcán Tungurahua se reactivó el 17 de octubre de 1999. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO

El 17 de octubre de 1999 se podría decir que ese día comenzó una nueva vida junto al volcán Tungurahua para más de 25 000 habitantes de Baños, Pelileo y las comunidades campesinas, incluidas las del cantón Penipe, en Chimborazo.

El despertar del Tungurahua, luego de casi un siglo de silencio, los sorprendió y los expulsó de sus hogares y tierras, hasta el 5 de enero del 2000, cuando retornaron.

A muchos les costó aceptar sus arrebatos inesperados, pero otros decidieron que era momento de conocerlo y aprender a convivir a su lado, como una forma de autoprotegerse. Gustavo Padilla lo tomó como un deber, al regresar a Baños, tras tres meses de exilio forzado. “Hicimos el compromiso de que para vivir en las faldas del volcán teníamos que capacitarnos”.

Desde entonces, él, Carlos Sánchez, Luis Chávez, Benigno Meneses y Rodrigo Ruiz han dedicado 15 años de sus vidas a vigilarlo día y noche. Ellos miran al volcán, escuchan e informan sus movimientos, mientras siembran o cosechan sus campos que se extienden sobre las faldas o están frente al coloso.

Sánchez, alegre y enérgico, es el mayor: tiene 73 años y es quizá el más emblemático de los vigías. Su trinchera -así literalmente- está a 3 kilómetros de distancia, en línea recta al volcán en el sector Ventanas Runtún; es lo más cerca que se está del Tungurahua. También es conocido por ser dueño de la ‘Casa del Árbol’, un mirador privilegiado para vigilar la quietud o admirar la furia del coloso.

En estos 15 años aprendió tanto de su vecino que no deja una pregunta sin respuesta. Sabe la historia detrás de cada frasco con ceniza de colores (rojizo, rosado, gris, plomo, negro...), que recogió en toda erupción desde el 2000. Destaca una: la ceniza gris de la explosión de mayo del 2010 que llegó hasta Guayaquil.

Pero su joya son 48 pequeñas libretas de apuntes de cada señal significativa del volcán. Cada noche ‘pasa a limpio’ a un cuaderno, porque quiere escribir un libro. “Quiero transmitir todo lo que yo sé, antes de irme a la tumba”. Será su único legado, pues ni sus hijos y nietos (ni nadie) siguen sus pasos.

Será por eso que se ha vuelto casi irremplazable. No se puede ir de vacaciones, a fiestas o tomarse un trago. No hay quien lo reemplace. “¿Qué vamos hacer cuando se vaya? Los demás, hasta los alcaldes, pueden ausentarse, menos él”, bromea José Luis Freire, exalcalde de Baños.

Al otro lado, en Bilbao, un convaleciente Benigno Meneses no se despega de su ‘handing’, por la que comunica cada señal del Tungurahua al Instituto Geofísico. Solo cuando estuvo operado de su cáncer al estómago y las sesiones de quimioterapia en Quito, hace dos años, dejó su misión. Aun así extrañó los bramidos y visitas al volcán. Antes subía en moto, ahora camina -por su operación- dos horas cuesta arriba.

No piensa abandonar su tarea, menos después de lo del 16 de agosto del 2006, cuando ocurrió la más grave de las erupciones de estos tres lustros. Ese día, sacó a todas las familias para salvarlas del diluvio de piedras y cenizas. A las 19:00, él y su hijo fueron los últimos en salir a toda carrera en la moto. Bilbao quedó sola, oliendo a huevo podrido (por el azufre).

Meneses no está solo. Su vecino Luis Chávez, en Juive Grande; Rodrigo Ruiz, de Pillate, o Edmundo Rodríguez, de La Paz, practican esta especie de vocación, como la llama Padilla. “Nosotros estamos ahí para vigilar que el volcán no cause daño a las demás personas; es la base de nuestro compromiso”.

Eso tal vez explique la razón por la que ellos se aferran a esta misión sin recibir nada, ni un solo centavo.

Otros rostros del volcán

Los vulcanólogos del Geofísico, Patricia Mothes y Patricio Ramón, no se han apartado del Tungurahua. No se puede olvidar a las seis víctimas del 16 de agosto del 2006. Habían sido evacuadas de Palictahua (Chimborazo), pero en la noche regresaron y fueron alcanzados por los flujos incandescentes, recuerda Ramón. “Estos 15 años han ayudado a consolidar el conocimiento de cómo es el volcán. Ha dado la oportunidad de estudiarlo a largo plazo, recoger datos e interactuar con la gente”, destaca Mothes.

Lo más importante -dice- es que la zona es considerada un modelo para otros lugares, como los volcanes Cerro Negro y Chiles, en Carchi, en la frontera con Colombia.

En esa experiencia positiva aportaron Marcelo Espinel, Javier Jaramillo y Ángel Barriga, los dos últimos comandantes de los Cuerpos de Bomberos de Patate y Baños, respectivamente. Hace 15 años, ambos fueron voluntarios y tras la reactivación capacitaron a la población. En esa tarea también intervinieron Xavier Mayorga y Vladimir Llerena, de las Unidades de Riesgo de Baños y Pelileo.

A Jaramillo le preocupa el exceso de confianza de la gente y la pérdida de respeto al volcán. “Como solo hace mucha bulla y nada más, la gente ya no quiere participar en los simulacros”.

Pero el exalcalde Freire rescata cómo los habitantes aprendieron a convivir tranquilamente. Un ejemplo es Tania Delgado, quien junto a José Gallegos, construyó el Hotel Samari en plena erupción. “Nosotros le apostamos a Baños, le tuvimos fe. Investigamos la historia del volcán y decidimos quedarnos”. Llegaron a inicios del 2000 y lo primero que les dijeron es que estaban locos. Siete años después abrieron las puertas.

Conozca a las 15 personas que, durante los 15 años de actividad del volcán, aún conviven con el coloso.

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