Mucho se ha escrito sobre los supuestos motivos por los que Rafael Correa habla de reelección. Se ha dicho que es para consolidar a su movimiento hasta que lleguen los comicios y también de que se trata de una cortina de humo para que no se debatan temas económicos tan importantes como el agotamiento de la liquidez y el peligro de la dolarización.
Puede que haya algo de cierto en todo esto. Pero estoy convencido de que la reelección indefinida de Rafael Correa desde hace muchos años no es una opción. Y si bien los las elecciones municipales hicieron más desesperada su necesidad, lo cierto es que la reelección estaba escrita desde hace mucho.
Y no es una opción porque los gobiernos como los de Rafael Correa, como lo es el de Nicolás Maduro o lo fue en su época el de Alberto Fujimori, no pueden darse el lujo de dejarlo. Desprenderse del control del Estado sería catastrófico, no para el país como ya lo están diciendo, sino para ellos, sus familias y sus amigos.
Acemoglu y Robinson ya lo explicaban en su paradigmático libro “Why Nations Fail”. Los gobiernos que no respetan el imperio de la ley, convierten al Estado en una plataforma para favores políticos y económicos y manipulan las instituciones a favor de los grupos que están en el poder saben que quienes lo van a suceder van a hacer exactamente lo mismo. Solo que pensando en cobrar las cuentas del pasado. Y no pueden darse el lujo de permitir aquello. Es lo que llaman “el círculo vicioso” de las instituciones extractivistas.
Cómo dejar el poder, por ejemplo, si existe el riesgo de que alguien en el futuro investigue la forma en que el coronel César Carrión terminó con sus huesos en la cárcel durante 6 meses sin que en el proceso se haya presentado una sola prueba de peso para probar los crímenes de los que Correa lo acusaba en aquellos agrios días posteriores a la subversión policial de septiembre del 2010. Imposible dejar el poder si existe el riesgo de que a alguien, seguramente con la urgencia de cobrar deudas, investigue qué pasó en realidad cuando varios ecuatorianos murieron durante aquella subversión policial con balas que nadie ha visto ni han querido ser vistas.
No solo es difícil, sino impensable, dejar el poder cuando alguien podría llegar con muchas ganas de saber lo que ocurrió en el caso de “Flash” Paredes, el juez que logró redactar una de las sentencias más largas y ominosas de la historia del país en unos pocos minutos. No, dejar el poder para que vengan otros a indagar qué pasó en ese caso en otros no es una opción.
No es opción porque sin duda será demasiado tentador para quienes hagan el relevo saber cómo se manejaron las cuentas de un diario que funciona con fondos públicos y al que se lo regala en gasolineras del Estado y en peajes de carreteras cuya construcción, tampoco, nadie ha fiscalizado en los últimos 7 años.
Y tampoco es opción dejar el poder para quien teme que alguna vez le exijan cuenta de cómo ordenó destituir jueces que fallaban en contra de su gusto.
Cuando el poder es fuente de la supervivencia, dejarlo es una opción impensable.
Hay hechos que dejan en evidencia que, además, dejar el poder no está en los planes de quienes ahora lo administran. Solo así se explican pintorescos y rocambolescos caprichos como los del arreglo por más de USD 100 mil de una suit para que el vicepresidente Jorge Glas pueda llevar a feliz puerto su cacareado cambio de matriz productiva. Dejar el poder difícilmente puede estar en la mente de quien no siente temor por el posible abuso de cada dólar del erario público. Esa no es una opción para quien no tiene empacho en adornar una suit con una cama de nogal fino y espaldar de casi dos metros que cuesta algo más de USD 4 mil y un jacuzzi de más de USD 3 mil.
Quien administra el poder con austeridad, recato y responsabilidad no teme dejarlo. En cambio, el que teme que le cobren sus abusos, está condenado a aferrarse de él.