En días pasados, la prensa mundial informó que la Fiscalía de Suecia, en el juicio contra Julián Assange, habría aceptado tomarle la declaración judicial pertinente en la Embajada ecuatoriana en Londres, donde se encuentra asilado desde hace casi tres años. Los motivos para ese cambio de opinión parecen válidos: la posibilidad de que en agosto próximo prescriba la causa contra Assange y la presión de la opinión pública sueca, que critica la inmovilidad de la justicia ante la situación creada.
El nuevo criterio de la justicia sueca, en cuanto al lugar en que Assange prestaría su declaración, parece reconocer que el Ecuador tuvo razón al proponer ese procedimiento.
Pero el problema no ha cambiado en su sustancia. El nudo gordiano consiste en identificar una solución al desacuerdo planteado por los puntos de vista distintos que Gran Bretaña y Suecia tienen sobre el asilo, contrarios a los que Ecuador y América Latina sustentan al respecto.
La declaración judicial de Assange en Londres será útil para la prosecución de la causa iniciada por las acusaciones de abuso sexual de que ha sido objeto. Pero habrá que esperar el pronunciamiento definitivo de la justicia para especular sobre un presunto desenlace.
Si la justicia no encuentra razones que sustenten la acusación, podría dar por terminada la causa, dejando abierta la puerta para que Assange ponga término a su asilo y retorne a la vida normal en Londres. Pero tanto él como el ministro Patiño fundamentaron el asilo en la probabilidad de que la justicia estadounidense ponga sus manos sobre Assange. Ese presunto peligro podría volverse más hipotéticamente factible al dejar de ser Assange requerido por la justicia sueca. ¿No pensará Assange en todo esto antes de dar por terminado su asilo? El Ecuador, en todo caso, dependerá de la decisión de Assange y tendrá que respetarla. No podrá, unilateralmente, poner punto final a la protección otorgada al australiano.
Acaba de ser elegido el nuevo Secretario General de OEA, institución que el presidente Correa ha dicho que está destinada a desaparecer. Se trata del excanciller uruguayo Luis Almagro, a quien le faltó solo un voto para lograr la unanimidad en la última Asamblea General de la OEA.
Almagro tiene una compleja labor por delante. En primer lugar, deberá recuperar la confianza continental en una institución que, sin duda, afronta una crisis por la falta de apoyo de los gobiernos de los países miembros, por la indefinición de su último Secretario General y por las rivalidades ideológicas que dividen al continente.
Trabajaré por la “renovación de la OEA”, ha dicho Almagro. Su principal labor deberá ser dar vida y vigencia a la Carta Democrática Interamericana y al componente esencial de la democracia: la promoción y protección de los derechos humanos.