Quienes nacimos en el Ecuador de antes del petróleo, conocimos una sociedad austera, limitada en muchos aspectos. El consumo era reducido y las cosas debían durar. Se comía lo que daba la tierra. Los alimentos importados eran para muy de vez en cuando. Las ropas se remendaban y pasaban de padres a hijos. Se gastaba con prudencia en los viajes y espectáculos.
La austeridad se extendía a lo público. Los empleados eran pocos y hacían varias cosas a la vez para ahorrar recursos. Las reuniones no costaban nada, o quizá solo lo que implicaba traer a la banda municipal para que amenice el acto. En las oficinas se ahorraba papel, las publicaciones eran sencillas y se hacían cuando eran necesarias. Claro que entonces se daban casos de corrupción, de abuso de los recursos públicos o de robo de la plata del Estado. Pero aún eso era proporcionado con las dimensiones modestas del país.
Ahora vivimos tiempos distintos. Nuestra sociedad se ha acostumbrado al gasto suntuario. Se importa hasta el agua mineral de Francia o Italia, como si no la tuviéramos aquí. Se trae de afuera un montón de artículos de delicatesen que pueden conseguirse en la producción nacional. Se malgasta en ropa de marca y se la bota casi nueva. Por eso, el Gobierno está tratando de limitar las importaciones que desangran este país dolarizado.
Pero el Gobierno también está dado al dispendio. La burocracia crece. Las consultorías sobreabundan y se sobrepagan. Las sabatinas cuestan como presentaciones de artistas extranjeros. Se pagan millones por publicidad gubernamental, aunque se contrate a principiantes y su trabajo no valga en realidad ni la quinta parte de lo que cobran. Un pilche informe de un funcionario u organismo se hace a full color, con papel cuché y pasta dura, a costos elevadísimos, con presentación pública en el salón de un hotel caro y, desde luego, con coctel incluido.
Hay que salirle al paso a la cultura del despilfarro. Un país pobre debe importar menos artículos suntuarios y ahorrar divisas, inclusive porque son la moneda corriente. Y el Gobierno debe empezar a racionalizar en serio el gasto. Los informes impresos que he mencionado son un ejemplo, pero hay mucho que cortar del gasto superfluo. ¿Necesita el Gobierno tanta propaganda? ¿Se tiene que gastar más en imagen que lo que cuesta un hospital completo? ¿Hace falta viajes al exterior con comitivas más grandes que las de la Reina de Inglaterra?
Las respuestas son claras. Desde luego que la propuesta no es volver a la “austeridad” que impusieron los neoliberales, que recortaron el gasto social, que cobraban en los hospitales y en las escuelas estatales. El gasto social tiene que seguir siendo prioridad. Pero se debe parar el despilfarro si no se quiere quebrar la caja fiscal y afrontar la tragedia de la desdolarización.