Desde que tengo uso de razón democrática oigo hablar de campañas políticas para erradicar la violencia de género y superar el problema dramático del feminicidio. Pero una cosa son las campañas (los políticos y administradores públicos se llenan la boca de palabras técnicas y altisonantes, que apenas significan algo) y otra muy diferente es la realidad, tan dura, compleja y victimaria, que exige una auténtica política pública preventiva, legislativa y sanadora.
¿Se dan cuenta? Los asesinatos u homicidios cometidos contra mujeres (sobre todo contra ellas) tienen su caldo de cultivo en una violencia tan generalizada como impune. En seis meses, desde la publicación del nuevo Código Orgánico Integral Penal, se ha sentenciado UNO de los 2 814 casos de violencia psicológica.
Siempre es molesto reconocer las propias falencias, personales y sociales; pero si queremos ir al fondo del problema y poner el dedo en la llaga tenemos que cuestionar esta sociedad violenta, machista, intolerante y excluyente en la que crecen los cachorros. En el caso que nos ocupa (y en otros muchos casos), la violencia no se razona. Simplemente, se ejerce sobre el más débil, el diferente o el enemigo. Nadie sale espontáneamente del pensamiento arcaico, dominador y castrador que acompaña a nuestro yo más primitivo.
Detrás de un hombre que humilla, insulta, abusa, veja y mata, hay siempre un monstruo descerebrado, quizá herido por la vida (por otro monstruo de su misma camada), pero, en definitiva, incapaz de madurar y de ejercer su condición humana. ¿Habrá alguna salida, algún camino de humanización, que nos consienta superar la barbarie? ¿O tendremos que acostumbrarnos a la sangre derramada? Mientras el silencio y el miedo triunfen, seguiremos escuchando que la víctima se golpeó contra la puerta del armario, aunque el perito dicte que el golpe fue directo y con saña… Tratando de poner un poco de luz, señalo tres cosas ineludibles: la educación, la familia y la política pública.
Me refiero a una educación liberadora, que nos ayude a tomar conciencia de nuestra condición humana, de sus exigencias éticas a favor de la vida, de la convivencia, de los valores que nos consienten ser humanos. No basta con la satisfacción inmediata de los deseos. Es preciso cultivar la capacidad de amar y de sentir ternura y compasión. Eliminar del pénsum académico la formación ética, social y religiosa es dejar abierta la puerta del redil para que entren los lobos.
La familia. Y no cualquier familia, sino aquella que se constituye en espacio natural de amor incondicional, convivencia y transmisión de creencias, certezas y valores. Donde todavía hay tiempo y espacio para el encuentro, el diálogo, la corrección, la alegría de compartir.
La política pública, capaz de promover no solo la prevención, sino la protección legal, el valor de la ley, el castigo de los victimarios y la atención a las víctimas.Algún día sentiremos vergüenza por nuestra falta de humanidad. Hoy toca indignarse y seguir luchando.