Sinceramente, estoy sorprendido por la transformación que han sufrido algunos personajes, intelectuales y gente común, quienes asistían a foros y conferencias, opinaban y ejercían con propiedad el derecho a la discrepancia.
Fueron críticos insignes, observadores atentos y seres independientes con quienes era satisfactorio compartir y discurrir sobre los temas del país y el continente. Había diferencias, pero de la discusión salía alguna luz, y uno se enriquecía, admitía ideas ajenas y se sentía “liberal” en el auténtico sentido de la palabra. Se militaba, con contadas excepciones, por la tolerancia. Se disentía, y no nos veíamos como enemigos. Fuimos “compañeros” en la quijotesca tarea de hablar del país y de explorar sus dramas. Imperfecto y todo, así fue el aire intelectual de Quito. Pero hace rato, esa actitud se esfumó. Hoy no hay debate. Y si lo hay, es con tal timidez que parece el susurro sobreviviente de pensamientos distintos, parece un rumor temeroso que, por discreto, no se escucha.
La discrepancia adopta eufemismos, o se calla. Ha sufrido destierro aquella práctica en la que crecimos, y según la cual, hasta en el colegio levantábamos la mano para objetar al profesor. Así, sin saberlo, crecimos demócratas.
Sin embargo, la obligación moral y cívica es debatir, decir lo diferente, observar lo imprudente, hablar y no callar. Ahora más que nunca, hay obligación de pensar y no adherir sin reservas, aunque esa sea la corriente. Ciudadano es quien se atreve a criticar, quien aun en soledad se levanta y dice con firmeza su pequeña verdad, su íntima convicción. Ciudadano no es quien vota arrastrado por el tumulto y el temor, o mediatizado por el desconocimiento. Ciudadano es quien se siente parte de una república, quien actúa como hombre libre y quien asume, pese a todo, el riesgo de la libertad. Ciudadano es quien construye espacios de autonomía personal, quien se atreve ante el poder de cualquier signo. Los otros son masa, multitud.
La tolerancia es el signo de la república. Es testimonio de madurez. Sin tolerancia no hay democracia, porque ella se distingue por la posibilidad de elegir y, para elegir, hay que discrepar con razones. Hay que mirar al otro como ser revestido de la doble dignidad del que se atreve. La democracia, más allá de ser una mecánica para elegir, de un proceso para constituir mayorías, es un valor marcado por la ética de la tolerancia.
Si hay alguna tarea pendiente es la de rescatar el debate respetuoso, el debate en que los discrepantes se sientan parte del país, integrantes de la república. En que seamos capaces de extender la mano al adversario, de sonreírle al diferente, de aceptar que hay otras verdades y que lo relativo es la marca de nuestro tiempo.