Pablo Cuvi
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Debo confesar a gritos que perdí mi combate solitario con el ruido. Sucede que desde mis tiempos de adolescente nunca soporté el volumen alto y eso que en aquellos días la música se escuchaba a mucho menos decibeles que ahora. El asunto se fue agravando a medida que mejoraban los equipos de sonido, se expandían los conciertos de salsa o rock, crecían los efectos sonoros en el cine, proliferaba el walkman y los parlantes en la tele, en la sala, en los Suzuki Forsa. Y la gente se acostumbraba.
Yo no. Si alguien quiere deshacerse de mí, el método es bastante simple: basta que suban por un rato el volumen de la música en mi carro y terminaré adherido a un poste. El estruendo me aturde, me lleva a perder el control de mí mismo y por ende del vehículo. No soy solo yo, claro. Abundan los informes en Internet sobre los efectos nocivos del ruido en el sistema nervioso de cualquier paisano. Añádanle un par de tragos (ese ‘par’ quiteño que significa 5 o 6) y están hechos. Mejor dicho deshechos pues no pocos accidentes responden a esa mezcla letal.
Llevo años diciendo a quien quiera o pueda todavía oírme en medio del alboroto que seguir subiendo el volumen es tan estúpido como aumentar la intensidad del aire acondicionado hasta convertir a cualquier lugar cerrado en una congeladora, lo que incluye cines en Quito, oficinas en Guayaquil, vuelos internacionales, buses y bares tropicales. A más calor afuera, más frío y ruido adentro.
¡Ven, no seas pendejo!, me llamaban en la penumbra atronadora del Seseribó. ¡El volumen te mete la salsa en la sangre. No se trata de oír sino de…! Ok, asentía yo sin escuchar más nada y me acodaba en la barra al amparo de un whisky y un plato de maní salado, mientras rumiaba con Macbeth: ‘Life is but a walking shadow’, un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada. Pero nunca me había planteado la razón comercial del asunto hasta que leí un artículo sobre los pubs de Londres donde explicaban que el volumen alto aumenta la ansiedad y te lleva a consumir más alcohol. ¡Bingo! Tal como te exacerban la sed con el maní o el tostado supersalados.
El problema no se reduce a las discotecas. Bueno fuera. En cualquier reunión pública o privada, todo animador o DJ que se precie, profesional o aficionado, en París o Pimampiro, usará el volumen como su principal recurso técnico. Al principio les pedía: pongan cualquier música, no me importa, pero MÁS BAJO. Me sonreían como a un pobre idiota y seguían con lo suyo.
Ya no ruego; cuando puedo me alejo de la fuente de decibeles o me chanto unos tapones. Así, la charla se vuelve imposible, pero trato de consolarme pensando que eso es nada ante la agresividad y la furia que vienen con el ruido: en las guerras, en las tarimas políticas y las trifulcas callejeras el sonido precede, alienta y corona la aniquilación del adversario. Entren a un salón de juegos electrónicos y me cuentan, ¿OKEY?