Los populismos tienen el signo común de ofrecer la felicidad terrenal a través de la pócima del dispendio. En las épocas de bonanza de recursos, cuando es posible aplicarla, esta práctica normalmente trae réditos a sus defensores. Allí se esgrimen los supuestos resultados, las mejoras en el bienestar, la obra construida, los servicios mejorados. Mientras siguen percibiendo ingresos que les permiten mantener alto el gasto, la sensación es que todo está debidamente encarrilado. El Estado pasa a ser el gran redentor abriendo sus arcas y desparramando dinero. Las posibilidades de los que tienen pleno empleo se amplían, mejoran su capacidad de consumo y crédito. El dinero que entra en circulación a no dudarlo impulsa la economía y es común observar que ciertos indicadores muestran recuperaciones favorables ayudando a sostener la ilusión. Todo sería perfecto si la riqueza creada y los empleos generados podrían sostenerse en el tiempo, que no dependiesen de factores externos que como llegan tienen la posibilidad de desaparecer.
Resulta impensable en momentos de alto consumo que las personas se detengan a considerar si el modelo resulta o no sostenible, si se encuentra o no asediado por riesgos que, en el mediano y largo plazos, pueden volverlo inviable. A las primeras alertas, el ajetreo comienza. Se busca reemplazar los ingresos perdidos con fórmulas que pueden ser aún más perniciosas. Pero todo cabe, en la medida que lo que importa es sostener los apoyos políticos para mantenerse en el poder.
Ese ha sido el trajín de varios países latinoamericanos. La visión que muchos líderes políticos han creado es que la transformación es posible hacerla con el gasto incontenible de recursos, hasta que la realidad les pasa factura. La inflación, el desabastecimiento, las devaluaciones comienzan a hacer presa de las sociedades que, en poco tiempo, observan como lo supuestamente ganado en las épocas doradas del despilfarro empieza a escaparse entre las manos, para volverlos a una situación igual o tal vez peor a la que experimentaban antes del avenimientos de estas noveles teorías.
La lección siempre es dolorosa y las consecuencias incluso peores. Por cualquiera de las variables, el momento que los recursos empiezan a escasear la falta de previsión empieza a pasar factura a la población. Lo paradójico es que los que critican el modelo y abogan por una sensata administración de los fondos públicos son estigmatizados por campañas publicitarias que los presentan como enemigos de la población, cuando precisamente los autores de semejantes desbarajustes son los reales culpables.
Pero ese será el permanente ir y venir de la discusión política por estos territorios. La cuenta del ajuste la terminan pagando otros y la autoría del descalabro es endosada a terceros a través de un mecanismo de propaganda que cuenta, entre sus principales actores, a lo más renombrado del arte y la academia. Es impensable construir prestigio en el mundo intelectual si no se adhiere a las proclamas que reclaman el cielo azul permanente, sin costo alguno.
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