Todo era posible, creo ahora, en la lámina del pasado irremisible. Mi padre, alzando la voz, precipita palabras incomprensibles. Entro al salón destartalado y lo hallo en su camastro, sentado y levantada su cabeza. Quizás esté perdido en un boscaje imaginando su alma y su música. Veo la muerte cárdena en sus brazos, en su pecho y en su rostro, que va ganando su contienda inexorable. Palpo sus pies helados.
Me acerco a la ventana y contemplo la plaza desolada; nadie, nada, salvo una espesa neblina que cae implacable. No es el semblante frío de la noche ni del sueño que me asedia, es la mano de mi abuela acariciando mi cabeza; es la misma soledad, la no mentida, y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer.
Las plazas tienen algo de heroico y de fiesta. Esta no es tan antigua, aún era quebrada por la cual corría un río y en él festejaron su triunfo los soldados de la Independencia. Oigo el piano de mi padre desgarrando un yaraví que horada mi pecho: “Mi vida es cual hoja seca que va rodando en el mundo…/ No tiene ningún consuelo…/ Por eso cuando me quejo mi alma padece cantando/ Mi alma se alegra llorando”…
Doy vueltas como un cóndor ebrio. Somos hechos de un elemento efímero, el enigmático tiempo. Quizás el antiguo río que soñé corre dentro de mí. Es posible que de mi sombra hayan fluido, ineluctables, ficticios, los días y los meses. Mi hijo juega en la plaza con mi otro hijo, el suyo, tan alto pero más ágil que su padre; mi hija, desde otra ventana, previniéndonos, amparándonos.
Riendo como una cascada de música, asoma L; bajo sus brazos, su equipaje de sueños y de libros. El tiempo cae a sus pies, exhausto, aunque sé que él no admite derrotas, es el único invencible.
Imperceptibles ecos del ayer, recuerdos del olvido del mundo, amores enterrados, caminos postergados; caminos por donde vagamos solos, infatigables; sombras que perseguimos nuestros cuerpos. La plaza. He alcanzado mi centro. Cristales donde puedo mirar quién soy.