“Me preocupa el silencio de los buenos”, decía Mandela, y tenía razón, como en todo lo que dijo el líder sudafricano. El silencio es el sepulcro de las sociedades y la lápida de las democracias que, por ser sistemas basados en la opinión pública y en la opinión del “pueblo”, necesitan de la vitalidad de la palabra, y de la inquietud que suscita el debate. Necesitan de sociedades inquietas, efervescentes de conceptos, de posiciones y de sana y respetuosa competencia. Necesitan de la diversidad entendida como diferencia tolerada y promovida.
Me preocupa el silencio. Me preocupa la divergencia convertida en susurros, las miradas esquivas, la indiferencia y la banalidad que ocultan la deriva superficial de una sociedad satisfecha hasta el hartazgo. Me preocupa el silencio encubierto en el consumo.
Me preocupa la mansedumbre de los que alguna vez fueron rebeldes. Me preocupa la soledad de los pocos que hablan, y las voces en el desierto que desentonan sin fortuna en el horizonte de agobios y reiteraciones que machacan las conciencias.
Me preocupa el temor que prospera, y el que se oculta tras el cálculo, ese que siempre encuentra atajos y justificaciones, el que explica la fraseología vana y el arte de hablar sin decir nada, sin convocar, sin inquietar. Y me inquieta porque la palabra, y hasta los gestos y los símbolos, se inventaron para exhibir, para hacer patente lo que ocurre en la intimidad de la gente, para atreverse a decir. Se inventaron para apropiarnos de las cosas, para hacer nuestro el mundo, y también para marcar las diferencias, para proponer ideas, para señalar opciones. Se inventaron para combatir al silencio y a las cobardías que oculta. Se inventaron para registrar la memoria y ejercer la libertad.
Es curioso y paradójico, pero entre el estrépito de una sociedad satisfecha, consumista y divertida, en el fondo, prospera un silencio que se queda como muda interrogación, bajo el tópico aquel de lo “políticamente incorrecto”. Me preocupa el silencio de las unanimidades, el destierro de las diferencias, la uniformidad de una sociedad civil que se preciaba de lo distinto, de lo diverso, de lo multicultural. ¿Qué se hicieron esos debates, esas tesis, esos empeños por reconocer la posibilidad de que el “otro” tenga algún grado de razón y un adarme de derecho?
Curioso y paradójico, además, porque esto ocurre cuando se creía que había llegado el tiempo de los derechos, y cuando esos derechos se habían convertido en parte sustancial del Estado, o al menos, en su tarea principal. Hay derecho al silencio y hay derecho a la palabra, lo grave es cuando el silencio es producto del miedo o del cálculo, o de la indiferencia, o del acomodo que significa renuncia al riesgo, a la integridad y a la siempre incómoda libertad.
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