Las colecciones privadas y públicas resguardan distintas visiones sobre los belenes. Foto: Galo Paguay/ EL COMERCIO.
En la actualidad, las culturas occidentales y de tradición católica han construido un doble discurso en torno a los pesebres.
Por una parte son objeto de devoción por los creyentes. Asimismo, y en ámbitos más seglares, los nacimientos llegan a ser considerados objetos de adorno que intentan mantener viva la tradición italiana (donde se asume que Francisco de Asís construyó el primer belén a inicios del siglo XIII).
Pero en la época Colonial, las piezas de un pesebre eran más que simples objetos de devoción. En la América católica, y específicamente en la Real Audiencia de Quito, la imagen de un Niño Dios o de una Virgen María eran piezas transaccionales para inyectar recursos a la economía local, la misma que atravesaba una crisis debido a las reformas borbónicas impuestas a partir del siglo XVIII.
Así lo cuenta Patricio Guerra, investigador e historiador del Centro Cultural Metropolitano, lugar donde reposa la colección Alberto Mena Caamaño y en cuyas bóvedas se resguardan 31 piezas que en conjunto construyen un nacimiento costumbrista-colonial.
Este belén, que ocasionalmente se exhibe dentro o fuera del país, data del siglo XVIII y pertenece a la Escuela Quiteña. Entre las características de sus figuras están la decoración en oro sobre color (como se puede ver en las túnicas de San José o la Virgen María), estaban trabajas con madera de cedro o balso, y cuentan con ojos de vidrio incrustados.
Para mantener relación con la época, esta clase de nacimientos incorporaban personajes típicos como los pastores, los borrachos, los bailarines o los músicos.
Algo similar se puede apreciar en el pesebre que en estos días se exhibe en el Museo Nacional del Ministerio de Cultura y Patrimonio (ubicado en el interior de la Casa de la Cultura Ecuatoriana).
El mismo está compuesto por una urna (de la escuela cuencana) que resguarda en su interior a figuras de la Sagrada Familia, el Niño Jesús, los tres reyes magos, el ángel de la estrella, animales y pastores.
A estos se suman personajes como indígenas, mestizos, afros, músicos, etc., que suman en total 41 piezas, todas elaboradas entre los siglos XVII y XVIII.
Otro pesebre emblemático que reposa en Quito es aquel perteneciente a la clausura del Carmen Bajo, que también data del siglo XVIII y que, posiblemente, es el más grande de la ciudad gracias a las 500 piezas que lo componen.
La particularidad de esta obra es que varios de los arreglos florales fueron elaborados por las religiosas en los últimos 400 años.
Esto da el toque personalizado a todo el conjunto, ya que en él se puede admirar algunos de los cambios estéticos que se han experimentado desde la Colonia quiteña a la actualidad.
En esta mirada por los pesebres quiteños vale recordar a una publicación que analiza esta producción: ‘La Estrella del Camino. Apuntes para el estudio del belén barroco’. Realizado bajo la dirección de Francisco Manuel Valiñas; este libro permite conocer detenidamente la tradición detrás de los nacimientos coloniales.