A las 07:30 del pasado jueves, la parada norte de la Ecovía, en la av. Río Coca, es un colmenar. Agitado. Nervioso. Incesante.
Decenas de usuarios suben y bajan de los buses largos, rojos o blancos (los nuevos). Confieso que siento recelo, pues a los cuatro años entro a un articulado. Me atreví a agarrar el volante de un auto. Soy un chofer tardío, ya que me lancé con un pequeño Aveo a las tormentosas calles de Quito, pasada la cuarentena.
Siempre fui un peatón militante. Tanto que pensaba fundar el PAU – Peatones Activos y Unidos. Pero estoy aquí entre la multitud que ingresa en tropel por tres puertas. Cuido mi celular y los pocos dólares que cargo.
Me ubico en la mitad, a la altura del torno. Los estudiantes ya han ingresado a sus centros y ahora los pasajeros de la unidad que avanzará hasta La Marín son, en su mayoría, empleados públicos, ejecutivos privados, amas de casa, jubilados que se apresuran a llegar al IESS a desenredar la telaraña de trámites.
El bus arranca repleto y por el movimiento raudo es inevitable el roce entre hombres y mujeres.
Ellas cuidan sus carteras, ceñidas al pecho. Ellos llevan portafolios y paraguas. Escudriño sus ojos. Tres hombres, bien enternados, no quitan la vista a una chica de apretado jean y mochila al hombro. Ella, de pelo suelto y castaño, percibe que las miradas queman, opta por el desdén y se concentra en su celular. Los hombres, como hipnotizados, ensueñan con el jean. Sin embargo, no se atreven a vacilarla en este espacio gregario, de furtivos encuentros en movimiento.
De los tres llama la atención un pasajero de elegante chaleco gris y fino bigote al estilo Clark Gable, el galán del viejo filme ‘Lo que el viento se llevó’.
Las paradas se suceden: Los Sauces, Colegio 24 de Mayo, Naciones Unidas… Me acerco al hombre de bigote que tal vez ya pasó los 50 años. En el sopor de la multitud hago malabares para sacar mi carné. Le digo que vine a reportear una crónica del acoso en el trolebús y en los articulados.
Él sonríe. “Una tarea difícil, pero no imposible, pues aquí viajamos como piñas”, responde con un dejo de cinismo. Yo asiento y le pregunto, “¿le lanzaría un piropo a la chica de jean?”. “Claro -dice- los quiteños de cepa somos educados, yo nací en La Tola Alta y estudié en el Mejía, en confianza le cuento que los chagritas, que han invadido Quito por los cuatro puntos cardinales, no respetan a las mujeres”. Me sonrojo evocando mi origen cotopaxense.
“Entonces, ¿qué le diría?, le provoco?” Con arrestos da un paso -en el sector del torno hay cierto respiro- y murmura: “Linda, su presencia ilumina más esta mañana”. La chica deja de ver el celular. Observa al hombre. Hay tensión. Me quedo sin aliento. Ella sonríe y le responde, “gracias”.
“Ya ve -dice- los quiteños somos elegantes”. Dado el ambiente de crispación, por la inseguridad y el acoso sutil o frontal, esperaba que la guapa muchacha ni siquiera lo mirara. O le daría un sonoro chirlazo. “Bestial”, le digo, y él se ufana acariciándose el bigote. Ella se baja en la parada Baca Ortiz esquivando los ojos lascivos de los dos hombres.
Con más confianza, José López dice que se gana la vida haciendo trámites en el Seguro Social. “Tengo buenos contactos en varios departamentos”, explica, “y gano una platita para vivir sin tantas angustias”. Reside en El Inca. Es un pasajero regular. “No soy mojigato -sostiene- pero me molesta la audacia de ciertos tipos que se acercan mucho a las mujeres, les mandan mano, les toquetean, a veces he reclamado, y hasta me han insultado, creo que la campaña para frenar el acoso está bien”. ¿Otra solución? “Ojalá el Municipio aumentara los buses para ir más holgados”, señala.
Después de 35 minutos de via-je el bus para en la Casa de la Cultura. López se aferra al maletín repleto de papeles y se baja. Su flaca figura se pierde por los árboles de El Ejido, envueltos en la garúa que empieza a caer.
Al mediodía, los muchachos se reencuentran
La parada de La Marín, bullanguera y colorida, es un lugar de transbordo hacia el norte y el sur.
La mañana transcurre entre el griterío de los vendedores de todo artículo y el continuo sube y baja de los buses. Son las 12:30. Pronto saldrán los estudiantes.
El trayecto al norte pasa sin novedad. Ya en la terminal de la Río Coca, a las 13:00, decenas de alumnos de los colegios Central Técnico, Santa María Eufrasia y otros se aglomeran en la parada de jardines bien cuidados, en los que resaltan geranios y palmeras enanas, de andenes espaciosos y baños limpios.
Los estudiantes son los dueños del articulado. Muchos juegan con el infaltable celular. Otros oyen música en iPods. Ellos y ellas cruzan sus miradas y sonríen. Sin duda este es un lugar para flirtear, para hacer amigos.
Marco B., un adolescente del Central Técnico, se halla inmerso en la lectura de ‘El Gran Diseño’, de Stephen Hawking.
El chofer anuncia el viaje. Marco me mira con recelo. Le explico mi propósito y reconoce que los alumnos no acosan a las colegialas. “Los veteranos son más lanzados -afirma- ellos se pegan mucho a ellas y eso nos cabrea, me gusta el bus ya que aquí hacemos amigas”. En efecto, los jóvenes de ambos sexos confraternizan, hablan del nuevo bachillerato, de lo que harán en las fiestas quiteñas, de los cantantes favoritos…
En la parada Galo Plaza, en La Mariscal, una señora pega un grito: ¡Un ladrón, me metió la mano en el bolsillo! ¡Mentira, mentira! chilla un chico de gorra y camisa blancas. La mujer lo toma del brazo, varios muchachos le ayudan y lo entregan a los sorprendidos guardias de la parada. “Es una señora valiente”, expresa Marco, en medio del revuelo. Ella agradece.
En La Marín suben cuatro colegialas de La Providencia, de uniforme azul inmaculado. Tienen su estrategia para sortear el acoso: colocan sus mochilas a la altura de los vientres, como escudos.
“Algunos mayores son abusivos, se acercan demasiado, los chicos son buena onda, nos ayudan”, advierte Sofía F., de 15 años.
A las 13:40 se desata una granizada y el paisaje se torna gris. Esperamos el transbordo a Quitumbe, la última parada del sur. La algarabía colegial sigue. Al despedirse, Marco confirma que en el trole es igual: hacen amigos.
De vuelta al norte, en trole, el viaje es tranquilo. Por las ventanas pasan imágenes de innumerables conjuntos de edificios, la oscura arboleda del parque Las Cuadras. Son las 19:00. Los usuarios son viajeros que desembarcaron en la terminal interprovincial Quitumbe. Van somnolientos.
Se oyen retazos de charlas, “el Juanito ha cogido tremenda jubilación”, balbucea una mujer; “Brother, soy Satanás, ¿le hacemos a la media (de trago)?”, inquiere un chico por celular.
A las 20:00 el trole C2 arriba al norte. Al bajar, la gente es devorada por la lluvia y por la niebla.