Un grupo muy importante de alcaldes de las principales ciudades del país, junto a prefectos representativos, se reunieron en Guaranda la semana pasada y suscribieron una declaración. La declaración aborda asuntos claves sobre los cuales ellos plantean debe girar su relación con el Gobierno central. Entre los puntos constan temas relativos a la potestad para fijar la política y tarifas de transporte, la defensa de la competencia municipal sobre el uso del suelo, el debate sobre la elevación de la plusvalía, el respaldo a los gobiernos amazónicos respecto a la polémica Ley 010; entre otros. Manifestaron, además, que reuniones como las de Guaranda serán periódicas y que los alcaldes y prefectos reunidos continuarán coordinando acciones en defensa de la autonomía de los gobiernos subnacionales. Como se esperaba, la AME, en control de dignatarios alineadas con el Gobierno, reaccionó ante la cita e intentó restarle importancia. Voceros del oficialismo han querido descalificarla otorgándole un tinte electoralista y político, y han traído a colación la frase presidencial de la “restauración conservadora”.
La reunión de Guaranda es un hito muy importante en la consolidación de una relación respetuosa y democrática entre el Gobierno central y los gobiernos descentralizados autónomos. Lo que evidentemente tiene una connotación política, no necesariamente de oposición. Las autoridades de los GAD no tienen entre sus funciones oponerse al Ejecutivo nacional; sí discrepar cuando se pudiera afectar sus competencias específicas. Es indispensable que el Gobierno Nacional las considere como interlocutores válidos, como actores cercanos a los ciudadanos en sus territorios. Así debería funcionar la relación entre los niveles nacionales y subnacionales de gobierno en un país democrático e institucionalizado. Reuniones como las de Guaranda, no deberían ser vistas con temor por la Presidencia, sino como una oportunidad para contar con interlocutores organizados, con quienes dialogar y coordinar acciones más efectivas.
El problema es que en nuestro país, especialmente desde la llegada de Rafael Correa al poder, se ha instaurado una visión de un Estado central que lo abarca todo, que lo controla todo, que tiene potestad sobre todo. Y desde ese prisma no se reconoce la legitimidad democrática que poseen las autoridades seccionales en sus respectivas circunscripciones. El Presidente ve a los alcaldes y prefectos como sus empleados, como sus subordinados; y mira a sus corporaciones como extensiones del Estado nacional, cuyo único jefe siente ser él. Esa visión choca con la realidad de que alcaldes y prefectos tienen igual legitimidad democrática que el Presidente, y que sus corporaciones ostentan una autonomía que debe respetar el Estado central.
El 23 de febrero el electorado ecuatoriano envió este mensaje al presidente Correa. Pareciera que él no lo escuchó; que se sigue pensando que el jefe supremo del Estado está sobre todo y todos. La buena noticia es que la ciudadanía no lo ve así.