La última semana del 2020, Annus Horribilis. Todos -o casi todos- nos hemos enfrentado a la certeza de nuestra vulnerabilidad humana, al dolor de las muertes sin despedida que se multiplicaban, a la indignación por la incompetencia, corrupción y mentira. Cerramos el año con algo de esperanza por el futuro (gracias a la vacuna), un futuro incierto en muchos aspectos, excepto por la seguridad de nuestra mortalidad.
La pandemia hizo que muchas personas asuman que la humanidad saldría nueva y mejorada, de alguna manera se tenía la expectativa que la excepcionalidad de la situación nos llevaría a que reevaluemos nuestras prioridades, nos centremos en lo importante, en lo trascendente, que aprendamos a mirar a los ojos a los demás, por esta certidumbre de que nos unía a todos el temor y el dolor. Eso de la casa común, estábamos juntos -como humanidad- en una situación que no controlábamos, que nos superaba en muchos sentidos, porque la ciencia y la tecnología parecían incapaces de darnos respuestas, o nos entregaban respuestas provisionales que cambiaban día tras día.
Sin embargo, como lo advirtieron muchos, la pandemia no traería grandes cambios; el capitalismo no implosionaría, las dictaduras no terminarían y los humanos seguiríamos siendo cada uno, en esencia, lo que hemos sido siempre. Probablemente, lo que más me ha llamado la atención de todo lo vivido es esta conducta mayoritaria de desinterés por el otro; al fin del día el egoísmo es el que marca muchas actitudes y el altruismo -preocuparnos por los demás incluso a costa de nuestro propio bienestar- es selectivo; actuamos a partir de la idea de no perjudicar -o beneficiar- a quienes tienen algún nexo o lazo, especialmente de sangre, aunque esto podamos extenderlo en muchos casos a las amistades más cercanas, con las que tenemos elementos en común, nos identificamos o queremos de alguna forma.
Al final la tarea era sencilla, cuidarnos y cuidar, pero no ha sucedido. En estas últimas semanas hemos visto como muchos actúan como si nada hubiese pasado, excepto por la mascarilla como señal; las actividades sociales que multiplican el contagio crecen, con las consecuencias que conocemos: desbordamiento de los servicios de salud y la enfermedad, sufrimiento y muerte de los más vulnerables; porque al final quienes más han sufrido -y no solo con la enfermedad- son los que tienen alguna vulnerabilidad; ahora hay más pobreza, más exclusión, se multiplicaron los casos de violencia contra mujeres y niños, por mencionar solo algunos de la larga lista de ejemplos.
Quedó claro que el llamado a la responsabilidad individual aquí tuvo eco limitado. El Estado se ha visto superado, se siente que tiene cada vez menos capacidad regulativa. Pero al escribir esto, al mirar, hablar, saber que casi todos mis seres queridos están allí, me duelen los ausentes, pero podemos seguir construyendo futuro pese a la incertidumbre porque siempre hay algo bueno y alguien bueno, pese a que parezca que estamos rodeados de egoísmo.