EAl recordarse el 75.º aniversario de la liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo fue una fecha teñida de angustia y tristeza. El antisemitismo campa otra vez a sus anchas por el mundo, como si el tiempo hubiera evaporado las enseñanzas del Holocausto; peor aún, como si nunca se hubieran integrado a la conciencia colectiva.
Este crimen sin precedentes, perpetrado por una de las sociedades más avanzadas y cultivadas de la Tierra, fue el ejemplo más extremo de los horrores que los seres humanos pueden infligirse mutuamente. Movidas por una mezcla de miedo y odio, las personas pueden convertirse en monstruos.
El actual resurgimiento del populismo y del nacionalismo acrecienta la importancia de conmemorar a las víctimas de Auschwitz. Sin embargo, a 75 años de lo sucedido, dos amenazas se ciernen sobre el deber de recordar: la instrumentalización política del Holocausto y la natural propensión de los seres humanos a olvidar el pasado o volverse indiferentes al sufrimiento ajeno.
Más que nunca, somos testigos de lo que podríamos denominar una geopolítica de la memoria del Holocausto. Hace cinco años, en 2015, la única ceremonia para conmemorar la liberación del campo tuvo lugar in situ en Auschwitz, bajo los auspicios del gobierno polaco.
(Había pasado poco tiempo desde la anexión rusa de Crimea, y el presidente ruso Vladimir Putin no fue invitado a asistir como orador.) Pero este año hubo dos conmemoraciones paralelas: una en Jerusalén a instancias del gobierno israelí y del Congreso Judío Europeo, la otra por iniciativa del gobierno polaco, en Auschwitz.
Polonia, donde el horror tuvo lugar, no envió delegados a la ceremonia de Jerusalén, después de que su presidente Andrzej Duda se negó a asistir, al no haber sido incluido en la lista de oradores, en la que figuraron Putin, el presidente francés Emmanuel Macron, su par alemán Frank-Walter Steinmeier y el príncipe Carlos del Reino Unido.